lunes, 5 de octubre de 2009






Amor, aquí estoy


En esa esquina una casa hermosa se asoma entre cercos de flores coloridos. Techos altos, ventanales blancos, piso de madera y paredes pintadas de alegría que recorren los pasillos hasta llegar al mismo centro en que un techo aun más alto deja pasar la luz del día.
Ella, como de costumbre, se despierta para contemplar el amanecer, pues es en ese momento en que se siente parte de todos y de todo. En minutos logra recargarse para un día nuevo. Sin embargo, para él el día no trae buenas nuevas. Las noticias no lo alientan. Ese día, especialmente, Lorenzo pide sentirse vivo. Se siente fuera de su época. Su cuerpo lo devora precipitadamente. Ana se siente extraña, una sensación de tristeza que no entiende estremece su corazón. Puede sentir su aflicción. Percibe que no está sola, pero tampoco ve a alguien. Por su mente los pensamientos no dejan de dar vueltas hasta que uno se queda grabado en ella: “aquí hay alguien más”. La presencia es cada vez más intensa. Cree que deben ser almas que habitan la casa desde hace mucho. Lorenzo camina por la casa, pensando en qué puede hacer. Ana se para en el patio, donde la luz del día atraviesa los vidrios, mira hacia el cielo y empieza a llorar. En esa parte de la casa siente siempre un estremecimiento. Piensa que puede ser un portal, pues muy a menudo llegan aromas distintos, olores que no puede definir excepto por su dulzura y porque se dejan acariciar cuando ella cierra los ojos y trata de hacerlos propios. Él, por su parte, pasa por aquel patio y ve gotas de agua en el piso. Se sorprende, pues el sol brilla radiante y no se asoma ni una sola nube. En ese mismo instante, la ve. Se asusta. Poco a poco la ve con mayor nitidez. Ella camina hacia la cocina y agarra un calendario. Lorenzo se queda paralizado. La fecha que figura es 1994. Los días pasan y todo se mantiene igual. Ella se sienta a mirar el cielo desde ese rincón para conectarse con su día e inhalar ese aroma que lo siente tan suyo. Él, parado en el mismo lugar, espera que sean las siete de la mañana para verla sentarse, levantar la mirada, cerrar los ojos, respirar profundamente, sonreír. Pero sobre todo, para ver cómo su rostro delicado se transforma en belleza angelical. Los meses transcurren. Él trata de ser visto, oído. Trata de que ella sienta sus manos o sus caricias cuando se echa a dormir. Se siente atrapado y no sabe cómo lograrlo. A su vez, se siente vivo. Su vida ha dado un giro radical. Ana entra y sale de la casa a toda hora, pero no deja de sentarse todas las mañanas, a las siete, en su rincón. Una de esas mañanas, Ana oye que alguien le susurra su nombre. Piensa que es “ese alguien”. Su corazón empieza a latir con prisa. Se da cuenta que ese olor que la abraza todos los días es de él. No tiene idea de cómo, pero muy poco le importa. Lo siente y es suficiente. Está turbada. Llora. Entre tanto, siente cómo Lorenzo limpia sus lágrimas con sus besos. Ella siempre pensó que era el viento quien la tocaba, besaba y susurraba. Ana no lo ve, pero lo oye, lo huele y lo siente. Siente cómo él se acerca nuevamente a su oído y le dice en voz muy baja que algún día estarán juntos y no será ni en su mundo ni en el de él, será en aquel donde el amor trascienda las barreras de los cuerpos. Ana entonces sabe que ese “alguien” no es sino su alma gemela. Desde ese día ambos viven en una eterna felicidad. No necesitan más un lugar ni una hora exacta. Se encuentran por toda la casa. Las paredes brillan y cantan al ver tanta ternura entre ellos. Las flores cambian de color a diario. El colibrí y el petirrojo se posan en la ventana de la sala todas las noches, como si estuvieran resguardando el milagro del amor entre sus figuras. Y qué decir de ellos. Sus cuerpos se transforman al contacto del uno con el otro y las alas se empiezan a ver entre sus espaldas desnudas. Alas blancas. Desde las veredas que limitan con la casa, una luz aflora durante el día y las personas que pasan por esa esquina sienten paz. Han transcurrido cinco años desde ese momento de gloria. Lorenzo debe irse a España para ayudar a su familia. Su papá acaba de fallecer y su mamá está muy enferma. No puede evitar la sensación de dolor que arde en su cuerpo. Tiembla. Un aire frío recorre su piel. Su mente se nubla. Ella está ansiosa por llegar a casa y contarle que vendió todos sus cuadros. Va camino a verlo cuando de pronto siente que un puñal atraviesa su corazón. Un dolor fuera de contexto. Sucede en el mismo momento en el que él recibe la noticia de su familia. Él parte con el corazón en la mano. Ella queda destrozada. Promete regresar lo antes posible. Pero la muerte de su padre no fue casual. Se debe a una epidemia imposible de detener. En esa época no existía el antídoto. Lorenzo cae enfermo al poco tiempo de haber llegado a España. Antes de morir, manda llamar a un amigo. Le pide entonces que abra un sobre que le entrega. Dentro hay fotos, cartas y un papel con una fecha y una dirección. Le dice entonces a su amigo que, exactamente el día de la fecha indicada, entregue el contenido del sobre a la persona que vive en esa dirección. Cerca de la navidad del año 1999, Mauricio parte hacia Perú a cumplir con su promesa. En el aeropuerto le da al taxista la dirección. Al llegar a la casa, lo recibe una muchacha joven, de 33 años. Mauricio se presenta. Ella le extiende la mano y le dice su nombre: “Ana”. Mauricio le entrega un sobre. Ella lo abre, y queda helada al ver el contenido. No para de llorar. Su vida parece haber terminado en ese instante. Por primera vez ve su cara, sus ojos, su pelo ondulado y castaño, su sonrisa perfecta. En otra fotografía ve su mirada que dice más de un millón de palabras. Con un tono dulce, Mauricio le menciona que Lorenzo no se equivocó en ningún detalle acerca de ella. Le dice que es realmente hermosa. Ana ve pasar su vida con tranquilidad. Cada cierto tiempo siente nostalgia al recordar a Lorenzo. Ama la vida y en ella a todos y todo. Sabe que tiene que seguir viviendo. Conoce a un hombre bueno, al que le cuenta lo que le pasó. Se sorprende gratamente al descubrir que él comprende. Él se llama Alonso. Se enamoran. Sin embargo, Lorenzo seguirá siendo su otra parte por siempre. Ambos saben que se acompañan hasta el día en que ella se reencuentre con Lorenzo. Alonso solo conoce el presente y desde allí disfruta cada instante con Ana. El día llega. Presiente que es el momento de reencontrarse con él. Empieza a sentirlo como cuando estaban juntos. Escucha su voz, siente cómo la acaricia al dormir y cómo le susurra al oído palabras de amor. Ella sonríe con lágrimas en los ojos, esta vez de felicidad. Llegó el momento de amarse en ese mundo donde el amor trasciende las barreras de los cuerpos. Ella abre la puerta blanca. Está conmovida. Lorenzo inquieto. Una lluvia de pétalos jazmín en el encuentro. Ambos se miran y sonríen al verse los dos tal cual se conocieron, de 27 años. Él la toma de las manos. Ella cierra los ojos. Él besa su rostro. Ella besa sus labios. Se abrazan y caminan hacia ese lado del portal donde una casa de techos altos y pisos pintados los espera. Al lado, un lago. Flores de todos los colores y bandadas de aves alrededor. En esa casa construida principios del siglo XX dos historias se entremezclaron en el tiempo. Un hombre de los años 50 y una mujer de finales de siglo. Ana y Lorenzo.

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